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CRÓNICA DEL CAMINANTE – La ciudad perdida

  • Foto del escritor: Pablo Tréboles
    Pablo Tréboles
  • 8 jul 2019
  • 5 Min. de lectura

CRÓNICA DEL CAMINANTE – La ciudad perdida


Por: Pablo Tréboles


El montañero nunca debe dejar de ser un niño, su curiosidad debe mantenerse viva, sus sueños deben ser fantásticos y siempre debe mostrarse abierto a escuchar y a buscar el entendimiento de las leyendas y cuentos que se narran junto al fuego de campamento. Crecí rodeado de un bosque, junto a animales y plantas, cuando era niño jugaba en el patio de la casa a treparme a los árboles de guabas, a columpiarme en una soga y tenía como mi refugio personal una plataforma de madera que mi abuelo me había construido en lo alto de en un árbol junto a la puerta de la casa, imaginaba ser un gran explorador, identificandome con el mismísimo Indiana Jones, imaginaba que iba en busca del grial, del templo perdido o que me enfrentaba a los cazadores del arca perdida, estas películas, y las leyendas que mi bisabuelo nos contaba alrededor de una fogata después de la cosecha de maíz, despertaron en mí un gran interés por la historia de nuestros antepasados. Ahora con 25 años de edad, caminó sobre los andes, al borde de las afiladas aristas de las montañas, no he descubierto tesoros, pero he podido coleccionar rocas, obsidianas e insectos, y me encanta salir a cazar historias que como la que les voy a contar llamo; mis tesoros.


Esto comienza hace aproximadamente tres años, mi amigo Antuquito quien es sociólogo y andinista una noche en su hostería me había contado que tenía indicios de una antigua huaca ubicada en los Ilinizas, hemos tardado tres largos años en ir a ese lugar, pues las investigaciones de Antuquito fueron largas, pero por fin había logrado encontrar a una persona que conocía el lugar, Don José Bohórquez, chagra de Machachí y dueño del hotel “Casa Saquiwa” sería la persona que nos llevaría a la huaca.


El día sábado 15 de julio del 2017 después de regresar de las minas de Sarapullo a la hostería de Antuquito y de beber unas cervezas bien frías, fuimos a descansar pues el domingo 16 de julio saldríamos temprano al encuentro con Don Bohórquez pues él nos llevaría en su camioneta hasta su hacienda, en donde subiriamos a un tractor que nos dejaría a 2 horas de la huaca, el grupo estaba formado por 6 personas, Antuquito, dos amigos de Antuquito entre ellos un arqueólogo, mi persona, además del dueño de la hacienda y un trabajador de la misma.


El cielo estaba despejado, se podía tener una vista perfecta de la cordillera. Cuando llegamos a la hacienda y subimos a la plataforma del tractor supimos que el viaje divertido comenzaba, el tractor se movía pesadamente por las imperfecciones del páramo, avanzamos aproximadamente una hora en el gigante vehículo hasta que nos detuvimos he iniciamos el viaje a pie.


Subimos por un largo y empinado pajonal, me había quedado atrás con Don. Bohórquez, pues quería hacerle algunas preguntas referentes a la huaca, me contó que cuando él tenía 18 años había llegado hasta ahí con su caballo, pero encontrándose el solo le había atacado un sueño muy pesado, había visto una roca con forma de sillón en medio del páramo en donde se recostó, se quedó dormido profundamente sobre la roca, con su caballo atado a una chuquirahua, de repente un golpecito en su hombro lo había despertado no había nadie junto a él y entendió entonces que el lugar en donde se encontraba era especial que algo había en ese sitio, tomó su caballo y regresó a la hacienda. Desde entonces Don. Bohórquez no había regresado al lugar y ahora junto a nosotros ascendía con mucho recelo pues la experiencia extraña sucedida en su juventud había creado en él un profundo respeto a lo que él y Antuquito llamaban “La ciudad perdida.”


Terminando el pajonal, nos encontramos con un hermoso bosque, los Polilepis crecían sobre juncos que se encontraban en plena floración, Don José se detuvo y con esa sabiduría que solo el hombre andino posee nos dijo que cada uno tomará una de las pequeñas flores blancas de los juncos, y que viéramos su transformación mientras caminábamos, así lo hicimos y logramos notar que la flor se cerraba poco a poco hasta quedar completamente sellada, era un espectáculo que nunca había visto.


Atravesamos un arenal y llegamos a un conjunto de rocas dispersas de todos los tamaños, frente a nosotros se levantaban hermosos los Ilinizas y Don Bohorquez dijo que ese era el lugar y nos dijo que buscáramos la piedra con forma de sillón, logre divisar rápidamente una piedra que de verdad tenía una forma de sillón, con lo que sería el respaldar apuntando al norte, Don. José recreo la escena de su juventud sentándose en la piedra y simulando estar dormido, luego el arqueólogo revisó la piedra, la extraña forma que tenía resultó ser natural no había sido tallada, después uno por uno nos fuimos sentando y recostando en ella, descubriendo una gran comodidad y una extraña suavidad que no parecía venir de una piedra.


Recorrimos el lugar buscando indicios de trabajos culturales, no encontramos nada, todas las rocas eran simplemente rocas por decirlo de alguna forma, regresamos al sillón y todos nos detuvimos a pensar y a imaginar, entonces Antuquito noto algo en el horizonte algo que había estado frente a nosotros desde el inicio de la mañana, la roca estaba perfectamente alineada al Cerro Negro de la cordillera de los Llanganates, desde la comodidad que la piedra brindaba se podía observar a todas las montañas, a todos los Apus, de la cordillera occidental, se mostraban vistiendo sus mejores galas de Izquierda a derecha los hermosos: Cayambe, Mullumica, Antisana, Sincholahua, Cotopaxi, Morourco, Quilindaña, el cerro Morro, Cerro negro, Tungurahua, y Capacurco, y en la parte baja del valle se levantaban los pequeños y elegantes Santa cruz, Sakiwa, y Pupuntio, también conocidos como las tres Marías, y a nuestras espaldas por supuesto los hermosos Tionisa y Catzuncumbi.


Antuquito y Mauricio nuestro arqueólogo experto, llegaron a la conclusión, de que el lugar podía haber servido en la antigüedad como un punto de observación a los Apus y a las estrellas, seguramente en este lugar hace muchos años atrás nuestra gente dejaba ofrendas, pero no de oro y plata, pues consideraban que los taitas y mamas de roca y hielo no necesitaban metales brillantes, nuestra gente les dejaba flores, granos o animales, pensamos ¿en cuántas personas se habrían sentado antes en esa roca? ¿Cuántos ojos habrían visto el mismo paisaje que ahora veían los nuestros? ¿Cuánta energía se encontraba guardada en ese espacio?.


Toda leyenda tiene un toque de verdad y como niños que somos nos pusimos a imaginar que tal vez lo que había tocado el hombro para despertar a Don José hace muchos años, ara algún fantasma que solicitaba el sillón para poder ver cómodamente las montañas.


No encontramos oro, ni plata, ni trabajos culturales, pero si encontramos un tesoro o más bien él nos encontró a nosotros, pues antes de marcharnos del lugar y de hacer la oración de montaña que Antuquito me había enseñado hace años, del páramo salió un fornido lobo andino, observó a los caminantes y se marchó en dirección a los Ilinizas.


Nos fuimos de la huaca con la satisfacción de haber conocido un poco más la grandeza de taita Tioniza y de mama Catzuncumbi.



 
 
 

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